Las notas agudas y estremecidas de su violín no volverán a sonar. Máximo Damián, el músico entrañable, que sonaba como las aves, como el agua, como el viento, porque de ellos aprendió las notas musicales, ha muerto.
Se va discreto, humilde como siempre fue. Como aquel niño que llegó de Lucanas a Lima con 20 soles y la angustia del migrante en el corazón.
El folclor peruano enmudece, su violín diáfano, acerado y mágico, que supo del prodigioso encuentro de los danzaq ayacuchanos con los Apus y los puquios, su violín que llegó a esas alturas en que la naturaleza habla al corazón para tomar las notas musicales de ella misma.
Su violín llegó a esos lugares recónditos, desolados, solitarios en que late el Perú mismo. Lugares en que el violín y el arpa europeos se encuentran en la más feliz sintonía con las andinas tijeras buscando respuestas en un eterno desafío. Ahora calla para siempre.
Se fue para siempre el violín que emocionó al taitacha Arguedas en el viejo coliseo de Lima, lugar de encuentro y nostalgia de migrantes, donde surgiría su amistad y admiración mutua, que llevó a Arguedas a dejar indicaciones para dedicarle su obra “El zorro de arriba y el zorro de abajo” publicada póstumamente: “A Emilio Adolfo Westphalen y al violinista Máximo Damián Huamaní, de San Diego de Ishua les dedico, temeroso, este lisiado y desigual relato”. Diría en entre las instrucciones que dejó en carta a su editor en Buenos Aires.
En otras instrucciones póstumas pidió que Máximo Damián toque en su entierro. Y así lo hizo, con lágrimas en los ojos.
Pero se fue, ya no está más y murió en la sala de emergencias del Hospital Rebagiatti, por que no “había camas” disponibles, para él, ante la indiferencia del Ministerio de Cultura, en una gestión que sin duda no comprende, porque no puede, al Perú y su fisonomía espiritual.