Con respecto al tema de la
mal llamada unión civil y que no es otra cosa que un matrimonio de homosexuales
encubierto, se han dicho muchas cosas.
La progresía ha multiplicado sus esfuerzos, se ha maquillado y ha asumido el
tono de voz docto y las actitudes de justicieros indignados para imponernos a
la mayoría de peruanos lo que Fernán Altuve ha definido con inteligencia como
una discriminación positiva.
Estas líneas no apuntan a
dar más argumentos en contra del aberrante proyecto. Al respecto todo está
dicho. El debate ya casi no tiene sentido, porque por un lado estamos los que
con argumentos doctrinales, jurídicos y filosóficos nos oponemos y por otro los
que con sensiblería e intolerancia lo quieren imponer. Nuestra intención es ver
desde fuera el debate y su devenir.
En los últimos meses hemos
asistido a un linchamiento de cuanto opositor ha tenido el proyecto, hemos
visto la vergonzosa claudicación y el cobarde silencio de muchos, hemos visto y
leído a cuanto plumífero bien pensante y políticamente correcto existe, argumentar
sandeces con enchape científico. Hemos percibido como un importante grupo periodístico
se ha desmarcado de la acusación de “concentración de medios” llenando sus páginas
de columnistas anticlericales y radicales de izquierda, dejando de ser el
diario familiar y confiable con el que todos crecimos.
Y hemos todos visto como se
ha tejido hábilmente la red de la mentira progresista para el descrédito de
quienes nos oponemos a este proyecto por aberrante y antijurídico. Es así que
de plano, el que se opone es homofóbico.
El que razona y da argumentos en contra, habla por odio. El que se ampara en su credo religioso es un fundamentalista. Y ya en el delirio
Gonzalo Portocarrero señala que el centro, el sur y el oriente del país
se oponen mayoritariamente al proyecto de marras por la mayor raigambre
indígena, que es donde pesa más el tradicionalismo. Este es un
argumento que sendero luminoso esgrimía para asesinar a los campesinos que eran
intrínsecamente conservadores y retardatarios de la revolución. Otro argumento
deplorable es que como vivimos en un país laico la Iglesia no puede opinar. Nada
más falso, la Iglesia habla y opina para los que quieran oírla y tiene el
derecho de hacerlo.
Lo que realmente enfrentamos es una corriente internacional que ha hecho de su
vida sexual una ideología. Que ha hecho de sus inclinaciones personales e
íntimas una tendencia política, que ha hecho de sus destemplanzas un dogma. Una
ideología que no pretende imponer el bien común, que ni siquiera tiene en
consideración la opinión de las mayorías, que en resumen no es democrática ni
respeta a quienes opinan distinto. Son fundamentalmente intolerantes.
Ante este panorama sólo cabe el pesimismo. Tal vez en esta ocasión no lo
consigan, pero es cuestión de tiempo. La subversión siempre es paciente. Se
agazapa y espera. Mientras va socavando los cimientos, corrompiendo, envenenando,
engañando, hasta dar el salto. Estaremos atentos.
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